LAS ALMAS QUE YACEN EN EL CEMENTERIO DE LA RECOLETA

 Los cementerios son proclives a los fantasmas, dijo –se cree– Honoré de Balzac. Y hay poderosas razones para ello. Porque… ¿qué serían la muerte, los muertos, si algo de ello no perdurara? Solo polvo. Y muchas veces, polvo y olvido.



Acaso el fantasma más extraño es de David Alleno. Que no fue presidente, militar, cura, prócer. Y cuyo bajorrelieve no luce elegantes ropas de dandy. Extrañamente, el mármol lo muestra ataviado con rústica ropa de trabajo, y sus herramientas: regadera, escoba, enorme candado con su llave. Nada más ubicuo. Porque David era uno de los cuidadores del cementerio, y decidió no sólo construir su propia bóveda: también morir muy joven para pasar en ella la eternidad.

No fue fácil. Desde 1881 hasta 1910 trabajó como un galeote –ahorrando hasta en comida– para comprar el costoso lote. Sin embargo, faltaba lo más arduo: un arquitecto y dos albañiles que la construyeran. Nada más alejado de su sueldo… Pero, indomable, decidió levantarla con sus manos. Lo logró a medias, porque surgió otro escollo: la administración del cementerio exigía cumplir ciertos cánones estéticos. Con sus últimos ahorros viajó a Génova y contrató a un escultor local, un tal Canessa, para que terminara su sueño de la bóveda propia. Después del último golpe de cincel, David Alleno no quiso esperar el ciclo normal de la vida. Ávido por estrenar la singular morada… ¡se suicidó con una infalible dosis de cianuro! Tenía apenas 35 años.



Verdad de Perogrullo: el Cementerio de la Recolecta es también un muestrario de pugnas sociales. Yacen allí hijos y entenados. Se alzan monumentos firmados por escultores notorios (Lola Mora, José Fioravanti, Alberto Lagos…) y por empeñosos albañiles. Eso sí: de clase media alta para arriba. Y con ciertas excepciones. Por caso, la mucama Catalina Dogan, esclava liberta de los Sáenz Valiente. Que reposa en la cripta familiar, pero puertas afuera… Fue la excepción: no era frecuente que "patrones" sepultaran a sus empleados junto a ellos, y menos dentro de los 50 mil metros cuadrados del aristocrático camposanto. En cuanto a Catalina, doble excepción: fue honrada con un epitafio: "Por su fidelidad y honradez".


Una helada noche de 1881, una patota que se hacía llamar, pomposamente, "Los caballeros de la noche", a cuya cabeza marchaba un noble belga de nombre Alfonso Kerchowenrobó el féretro de Inés Indart de Dorrego, cuñada de Manuel Dorrego, gobernador de Buenos Aires fusilado por orden de Juan Lavalle ("La espada que actúa, nunca el cerebro que piensa", según sus enemigos).

Los caballeros en cuestión exigieron cinco millones de pesos a entregar antes de 24 horas para devolver su insólita presa. Astuta, Felisa Dorrego de Miró, hija de Inés, llamó a la policía. Pero más sensato aún, su mayordomo argumentó: "Es imposible que un ataúd tan pesado haya salido del cementerio. Busquemos más cerca…". Dicho y hecho: el catafalco apareció a pocos metros, en el panteón de la familia Requijo. Antes, el rescate fue pagado, ¡pero con billetes falsos! Los absurdos caballeros nocturnos, libres de culpa y cargo: el robo de cadáveres recién se incluyó en el artículo 171 del Código Penal –dos a seis años de prisión– unos años más tarde.

"Muertos sin sepultura", la impactante pieza teatral de Jean-Paul Sartre, estrenada en 1949, tuvo un antecedente remoto en el cementerio de la Recoleta: 1880, año en que una serie de reformas improvisadas y gruesas metidas de pata esfumaron tumbas y documentos con los nombres de sus impasibles moradores.

Tres amigos "first class"-Adolfo Mitre, Leopoldo Lugones y Alberto Navarro Viola- decidieron celebrar sus largos años de amistad erigiendo un monumento en un punto clave de la ciudad. El municipio se negó. Ergo, lo construyeron en la Recoleta, portones adentro. La inauguración fue rodeada de discursos, regada de champagne, y matizada con ingeniosas bromas. Pero poco duraron el placer y la posteridad: por causas diferentes, los tres murieron nueve meses después…

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