LA DAMA DE BLANCO

Los cementerios son proclives a los fantasmas, dijo –se cree– Honoré de Balzac. Y hay poderosas razones para ello. Porque… ¿Qué serían la muerte, los muertos, si algo de ello no perdurara? Solo polvo. Y muchas veces, polvo y olvido.




Entre nosotros, hace 197 años y en un barrio de prosapia, Recoleta, alza su silencio y sus casi increíbles monumentos funerarios –arte mortuorio de raíces italianas– el cementerio más high society de la patria. En extraña mixtura: el ruido y el bullicio de los alrededores (La Biela, el Mall Recoleta y otras fuentes sonoras), y el viejo lugar común: "La paz de los sepulcros".

Paz, de día. A plena luz. Apto para sabios guías e historiadores que narran a los tours vida y milagros del anciano camposanto. Pero de noche, ¡ay! De noche remontan vuelo sus 350 almas. Entre ellas, las de 200 héroes de la Independencia y de 29 presidentes…, celebrados por 80 astutos gatos que duermen o cazan ratones entre "los mármoles que empaña el tiempo", según Borges, que quiso estar allí, pero una ironía lo exilió en Ginebra.

Eso. Próceres, presidentes, gatos… ¡y fantasmas!, cada uno atado a su leyenda.

Caminemos entre ellos sin más orden que el azar.


Luz María, hija del dramaturgo Enrique García Velloso, uno de los padres del teatro nativo, apenas pasó quince años por el mundo. Una leucemia le arrancó la vida en 1925. Su madre, cerca de la locura, pasó meses entre lágrimas y sin más lecho que un hueco de la cripta.

Cinco años después, un dandy porteño descubrió a una chica que, cerca del cementerio, sollozaba sin consuelo. Se acercó a ella, le regaló un fino pañuelo para que enjugara sus lágrimas, y tomaron un café en "La Veredita", que años después sería "La Biela". Ella le dijo "me llamo Luz María". Hacia la noche, por piedad o por súbito amor, él la besó…, pero sólo precipitó su fuga.

"Tengo que irme, tengo que irme", dijo, y al levantarse volcó los restos de su café en el saco del dandy… Que la siguió hasta que ella se confundió con la bruma. Desesperado, el joven golpeó con furia el lúgubre portón, hasta que apareció el cuidador nocturno, que lo dejó entrar. Ambuló entre tumbas, hasta que bajo el frontispicio con el nombre de la niña y su estatua de purísimo mármol, ¡estaba su saco, manchado de café!

Entró en la historia del cementerio como "La Dama de Blanco". Y siempre hay una flor, fresca y recién cortada, entre sus manos.

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